Cuando termine la pandemia del coronavirus no habrá un nuevo mundo, pero tendremos que  comenzar a construirlo paso a paso, y fortalecer la gobernanza global es un requisito indispensable en ese proceso.

multilateralismo
Getty Images

La Organización Mundial de la Salud (OMS) fracasó en la respuesta a la epidemia de ébola de 2014. Reaccionó tarde, no supo dar las pautas necesarias a los principales países afectados, retrasó la alarma y como consecuencia su legitimidad como organización de referencia quedó en entredicho. Ahora, con la COVID-19 no podía volver a fallar, hubiera sido el anuncio de una organización intrascendente, creada precisamente para tener como prioridad la respuesta a una pandemia de estas características. Reaccionó a tiempo, identificó que estábamos frente a un riesgo global al que había que hacer frente de manera urgente, pero aun así, quedó atrapada a expensas del Gobierno chino y aunque propuso enviar un equipo de expertos, tardaron más de medio mes en recibir los visados para poder entrar. ¿Falló la OMS? Nadie podrá acusarles de no haberlo intentado. La pregunta, no obstante, es si esta organización tiene el poder de forzar una respuesta ante una crisis como esta. La respuesta es que no, y sin embargo cuánta falta haría.

La crisis de la Covid-19 se ha ido cocinando a fuego lento. Sabíamos que podía llegar, había signos suficientemente claros. Bill Gates ya la empezaba a pronosticar justo después de la epidemia de ébola en África de 2014, en una conferencia TED y el organismo independiente de vigilancia global de emergencias, creado con el impulso del Banco Mundial y la OMS, publicó el pasado verano, en septiembre —mucho antes de que la enfermedad apareciera en China—, un informe que apuntaba que el riesgo de que una pandemia por virus se llevara la vida de millones de personas y hundiera un 5% la economía global era previsible y probable. Ahora nos preguntamos: ¿por qué nadie hizo caso? ¿Por qué no empezamos entonces a preparar la emergencia que ya muchos daban por segura?  Una de las lecciones que podemos aprender de esta crisis es que no hay modelos matemáticos, ni predicciones que puedan convencer a una sociedad a reaccionar hasta que el problema no nos toca de cerca. Cuando todos estos anuncios premonitorios se sucedían, nadie pensó que nos afectaría tan directamente, que entraría en nuestras casas y que el virus acabaría instalado en las vías respiratorias de millones de personas, también en los países con economías más avanzadas. De hecho, cuando empezó la epidemia en China, o mejor dicho cuando las autoridades del gigante asiático dijeron que el virus nuevo había puesto en riesgo la seguridad de toda una provincia tan grande como un gran Estado europeo, en Italia no lo vieron venir y solo cuando empezaron a comprobar que el virus viajaba rápido y mataba, se plantearon medidas parecidas a las que se pusieron en práctica en Wuhan. A la caída de Italia le siguió España, pero tampoco aquí se tomaron las mismas medidas hasta que se vio que el sistema público de salud se hundía si la población no se confinaba. El modelo se reproduce, con diferencias, pero a España le siguió Francia y a esta, a pesar de la reticencia por encerrar a la gente en sus casas le siguió después Reino Unido. Se intuía que era posible, pero en Occidente vivimos con la ilusión de estar inmunizados y como máximo pensábamos que podría afectar a esa otra parte del mundo, la más poblada y al mismo tiempo la más pobre. Llegó rápido, pero nadie se daba por amenazado hasta que no tocaba directamente. Ni la población, ni como consecuencia los políticos que nos representan sintieron la premura y no se tomaron medidas. Pero como el fuego del volcán, todas la crisis, por lentas que se presenten, acaban teniendo manifestaciones abruptas.

La secuencia fue así: desde que en 1979 se erradicó la viruela, la carrera por acabar con todas las enfermedades infecciosas dejó el mundo divido en dos partes: a un lado los países con recursos donde no había grandes epidemias, al otro el resto donde la gente muere por enfermedades infecciosas perfectamente tratables. La ilusión por erradicar enfermedades apenas duró una década; la irrupción del VIH primero, y posteriormente epidemias como el SARS, la gripe aviar y el ébola fueron el anuncio de que el muro económico que habíamos construido tal vez no fuera suficiente para garantizar la seguridad a este otro lado.

Ahora es tarde para pensar que deberíamos haber actuado de otra manera, tampoco lo hubiéramos hecho, porque esas predicciones basadas en algoritmos ya hemos visto que no cambian conductas.  Nadie hubiera aceptado el confinamiento, de no estar seguros que el virus le llegaría en persona y atacaría a nuestros vecinos, a nuestros abuelos o a nosotros mismos. Es importante que entendamos que lo que nos ha pasado es culpa de todos, porque esta crisis, ni es la única, ni desgraciadamente tampoco la última que vivirá nuestra generación. Por mencionar solo uno de los grandes retos globales que avisan sin que tomemos las medidas necesarias, el cambio climático es otra gran amenaza anunciada, que no tardará en tener manifestaciones abruptas, si es que ésta, como ya apuntan muchos científicos no está directamente relacionada .¿Estamos preparados? Como con la COVID-19 el principal fracaso para dar respuesta a un reto que afecta a todo el mundo es la falta de mecanismos globales paraCovi hacerle frente. Y ahí es donde la OMS flaquea, como parte del entramado de organizaciones internacionales cuyas costuras ya parecen demasiado estrechas para el mundo actual y acabarán rompiéndose para lo que viene. Por eso cada país ha actuado por su cuenta, como si el virus conociera de fronteras y el regreso a los estados soberanos se convirtiera inmediatamente en barrera. No ha habido coordinación, cada país ha tomado sus medidas sin tener en cuenta las de al lado, una respuesta segmentada que solo ha hecho más fuerte al virus y más largo su viaje.

El fracaso de la gobernanza global como consecuencia de un mundo que más que nunca ha demostrado ser incapaz de hacer frente a los grandes riesgos de seguridad que nos acechan ha sido tan evidente que cuando se abra la puerta no veremos un mundo nuevo, pero no podremos perder tiempo para empezar a construirlo. No será inmediato, como la salida de este confinamiento, tendremos que ir haciéndolo por pasos. Harán falta líderes capaces tirar del carro, pero encontraremos una sociedad más consciente de afrontar cambios en profundidad en nuestra manera de gestionar los recursos globales, en el consumo, en la huella climática, en el medio ambiente, en los movimientos de población y en la definición de bienes públicos globales, como la sanidad o el oxigeno que respiramos.

La Segunda Guerra Mundial es un buen precedente donde mirar. El mundo que consiguió sobrevivirla se conjuró para construir unos mecanismos capaces de frenar intereses económicos o expansivos que nos llevaran a una nueva guerra global. Ahora es al revés, no es la ambición económica o expansiva la que ha traído la inseguridad, sino una epidemia la que ha hundido la economía, poniendo en riesgo a todo el planeta. Los mecanismos que se crearon entonces para control del riesgo, como los acuerdos de Bretton Woods, la ONU, el Banco Mundial, incluso la Unión Europea, han hecho posible una globalización fundamentalmente económica. Ahora sabemos que ya no puede ser solo eso, porque un virus microscópico es capaz de hundir la economía y descomponer en piezas el puzle global. Como entonces, hace falta un pacto entre países para crear nuevos mecanismos de acción internacional porque las instituciones que se crearon hace casi un siglo no son las que pueden dar respuesta a los principales retos que hoy ponen en riesgo la seguridad de todos. Estamos muy lejos de pensar en la creación de un gobierno global, —hoy por hoy es una utopía— pero cuando salgamos vamos a tener que volver a definir una lista de los principales desafíos a los que solo podemos hacer frente de manera global y alcanzar compromisos capaces de darle respuesta conjunta y rápida. La OMS está entre ellos, si es que no es el primero como consecuencia de la incapacidad para gestionar la pandemia de la COVID-19

mundo_construccion
Getty Images

No es que no esté preparada técnicamente, es que obedece a un equilibrio de poderes que depende exclusivamente de los Estados y ahí es donde empieza su declive. A medida que el nuevo virus empezó a circular, la OMS intentó recoger una información que el propio Gobierno chino le negaba. La diplomacia de la salud es difícil y el coronavirus ha puesto de manifiesto la incapacidad de la comunidad internacional. La OMS debería llenar ese espacio, pero no deja de ser una organización que responde a 194 Estados y más concretamente a la voluntad de sus gobiernos. No puede imponer sanciones a los ministerios de salud, ni forzar a recabar la información que no le quieren dar. De hecho, lo único que puede hacer es poner de manifiesto debilidades de los sistemas en los países, pero por la misma razón de que depende solo de ellos no suele ponerles en evidencia por si se les vuelve en contra y mucho menos con los Estados que ostentan mayor poder.

Llevamos más de una década oyendo cantos de sirena sobre la reforma de la ONU, incluidas sus agencias, como la OMS. Pero este virus ha destapado una realidad mucho más cruda: más que reformar el sistema es necesario repensar cómo vamos a garantizar la seguridad global. En el ámbito de la salud ya ha habido propuestas como la del ex primer ministro británico Gordon Brown, que apuntan a una organización con capacidad de regular, con poder para imponer soluciones a los ministerios de salud de cualquier país. No será fácil. Para empezar, habría que definir si el nuevo multilateralismo es solo una cuestión de Estados, o como ya ocurre con la organizaciones nacidas con el milenio, sus mecanismos de decisión combinan poderes públicos, con expertos en conocimiento, intereses privados y con representantes de la sociedad civil. Parece imposible, en un momento en que las principales potencias han renunciado al multilateralismo para poner los intereses nacionales por delante de todo, empezando por EE UU.  El país que abrió el multilateralismo hoy se muestra más agresivo y unilateralista que nunca. Pero lo que ha mostrado el coronavirus es que incluso los países más nacionalistas tienen que saber que no es suficiente con parar el virus en su territorio, porque solo se frenará la epidemia cuando se pare en todos los países.

 

Este artículo forma parte del especial

‘El futuro que viene: cómo el coronavirus está cambiando el mundo’.

coronavirus_portada_OK