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Soldados saudíes atienen a unos ejercicios militares conjuntos con fuerzas armadas de Arabia, Saudí Egipto, Emiratos, Kuwait, Bahrain y Jordania. KHALED DESOUKI/AFP/Getty Images

El patriarcado, la obediencia colectiva y el miedo al fracaso podrían ser las claves de la poca eficacia de las fuerzas armadas de los países árabes.

Armies of Sand: The Past, Present, and Future of Arab Military Effectiveness

Kenneth M. Pollack

Oxford University Press, 2019

Los ejércitos árabes modernos siempre han tenido actuaciones mediocres. Kenneth Pollack, que tiene fama bien merecida de experto en los conflictos de Oriente Medio, explora los motivos de su ineficacia en un libro polémico, Armies of Sand (Ejércitos de arena). En él examina la politización de los cuerpos de oficiales, el empleo de la doctrina militar soviética, el subdesarrollo económico de las sociedades de la zona y la cultura árabe; todo se somete al microscopio. El autor compara las fuerzas armadas árabes con otros como el norcoreano y el cubano —y curiosamente, el de Chad— y, al hacerlo, logra destacar las razones fundamentales de esa debilidad.

El patriarcado, la obediencia colectiva y el miedo al fracaso, unas características reforzadas por el sistema educativo árabe, en opinión del autor, se reparten las culpas. La introducción repasa el hecho político que sentó las bases de los últimos 50 años, la Guerra de los Seis Días, cuando el Ejército israelí, con menos efectivos y menos armas, asestó una derrota gigantesca a las fuerzas armadas combinadas de tres grandes Estados árabes. Pollack utiliza esos antecedentes como punto de partida: la investigación es exhaustiva, las conclusiones, en general, bien razonadas y defendidas, el estilo, terso, y el talento del autor para hacer legibles unos temas esotéricos, extraordinario.

Algunas perspectivas se agradecen especialmente porque arrojan luz sobre conflictos que muchos ya han olvidado, como los 10 años de guerra entre Libia y Chad en los 70 y 80, así como la guerra subsidiaria que libraron Cuba y Suráfrica en Angola durante los 80.

Pollack descarta la teoría de que la doctrina y las armas soviéticas fueron un impedimento crucial para las victorias militares árabes: hace un impresionante relato de cómo Cuba empleó brillantemente esas tácticas y esas armas contra el duro enemigo surafricano. Destaca que, “a pesar de abandonar el modelo operativo soviético y adoptar el de Estados Unidos, las fuerzas egipcias han seguido exhibiendo los mismos patrones de fortaleza y debilidad que cuando más dependían de los soviéticos”. Los soviéticos, en general, tenían la sensación de que los árabes no comprendían los conceptos esenciales de su doctrina y que, si alguna vez intentaban llevarlos a la práctica, "lo hacían de una manera distinta a la que habían pretendido ellos”. Los ejércitos árabes eran demasiado rígidos, “inflexibles, programados, faltos de improvisación y buen manejo de la información e incapaces de maniobrar como hacían las formaciones soviéticas”. En otras palabras, su problema no era tanto que siguieran fielmente los métodos soviéticos como que los aplicaban de una “manera rígida y mecánica que no era la que habían planeado sus creadores”.

El pretorianismo, escribe Pollack, tiene una gran repercusión: fomenta la desconfianza y las sospechas en las fuerzas armadas y a menudo distrae a los oficiales del ejercicio de aptitudes puramente militares. El comisarianismo, definido como la amplia serie de medidas para garantizar la lealtad del ejército al régimen, está generalizado y suele ir ligado a la preferencia o la exclusión de determinados grupos étnicos, tribales o religiosos. La hegemonía de los suníes en el cuerpo de oficiales de Irak y la exclusión de los palestinos —el segmento más educado de la población— del cuerpo de oficiales en Jordania son dos buenos ejemplos. Los regímenes con comisarios políticos son especialmente vulnerables en caso de derrota militar, porque dan imagen de debilidad y eso puede alentar a otros posibles rivales a atacarlos. Un ejemplo es la venganza de los chiíes contra los suníes en Irak tras la caída de Sadam Husein.

Sin embargo, los ejércitos árabes pueden ser magníficos, como demostraron las fuerzas egipcias cuando atravesaron el Canal de Suez y sorprendieron a los israelíes en 1973. Los jefes que planearon la operación desde el punto de vista táctico eran excelentes y trabajaban bien juntos pero, después de la victoria inicial, acabaron derrotados; su estrategia era limitada.

El capítulo en el que el autor aborda la guerra y la cultura y los que le siguen son los menos convincentes, y Pollack, en cierto modo, se delata cuando explica que “los patrones de conducta debidos a motivos culturales son un elemento crucial de la historia de la ineficacia árabe, pero la cultura se presta demasiado a todo tipo de abusos. Es muy difícil evaluar la conexión entre la cultura y la guerra”. Pues bien, da la impresión de que él hace mal uso de la explicación cultural al decir que la educación y la cultura árabes se basan "en la deferencia y la pasividad" hacia el trabajo manual y técnico y la manipulación de la información. Cuando afirma que “la mayoría de los expertos en la cultura y la sociedad árabe destacan que la base de la educación de un hijo en una familia árabe consiste en enseñarle la obediencia total a la autoridad”, está claramente equivocado. Antes de 1967, pocos reclutas árabes habían tenido las ventajas de una educación. Más allá de ese momento concreto, Pollack se entrega a un orientalismo de la peor clase, de ese cuya difusión ofrecía una visión política de la realidad con una estructura que fomentaba las diferencias entre lo conocido (Europa, Occidente, nosotros) y lo desconocido (Oriente, el Este, ellos). El orientalismo militar busca denigrar, deshumanizar y deslegitimar el ejercicio de la violencia por parte del “otro”. Además de legitimar la violencia de Occidente y glorificar su forma de hacer la guerra.

Ese orientalismo tiene un largo pedigrí histórico que se remonta a los antiguos griegos, cuyos filósofos —Platón y Aristóteles entre ellos— no ocultaban su desprecio por los “bárbaros” iraníes a los que no podían someter. Aristóteles escribió en su Política que “las razas asiáticas (incluidos los iraníes) tienen cerebro y aptitudes, pero les falta valor y fuerza de voluntad, y por eso han sido siempre esclavos y súbditos”. A pesar de que Pollack hace un uso más moderado del lenguaje, leer su libro recuerda el comentario del historiador Roger Owen, hace decenios, sobre la fuerza de los tópicos occidentales a la hora de explicar a los árabes, sobre todo que todos los ejércitos musulmanes son iguales porque la “arabidad” (la raza) y el “islam” (la religión y la cultura) los vuelven homogéneos. Es decir, que la esencia de Oriente, por tanto, es la inmutabilidad y la uniformidad. Uno pensaría que el éxito de Hezbolá y el autodenominado Estado Islámico (aunque por breve tiempo en el segundo caso), y de Abd el Krim el Jattabi en el Rif marroquí hace casi un siglo, debería obligar a Pollack y otros a revisar el burdo reduccionismo cultural en el que caen.

Más importante es que lo que llamamos despreciativamente guerra asimétrica, como las libradas por Rusia en Ucrania e Irán en Oriente Medio, es una forma tan eficaz de combatir como los ataques frontales, el método oficialmente preferido de Occidente desde hace siglos. Quizá los occidentales somos prisioneros de un paradigma de la guerra del siglo XX que hace mucho que quedó obsoleto, derivado de las dos conflictos armados mundiales, o de cómo hemos decidido recordar y conmemorar esas guerras. No sirve de mucho reflexionar sobre hechos como el increíble ataque a las instalaciones petrolíferas saudíes el mes pasado. El libro de Pollack es muy bueno hasta que cae en el orientalismo. Y será una lectura incómoda para los oficiales árabes.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia