
¿Quiere China suplantar a Estados Unidos en el liderazgo global? ¿Busca la hegemonía? ¿Pretende exportar su modelo político? ¿Conducirá la tensión actual a una reedición de la guerra fría esta vez protagonizada por Washington y Pekín? Son las preguntas del momento en un sistema internacional en proceso de ajuste profundo.
De entrada, dos cosas son evidentes. Primero, que China ha acelerado el proceso de transición de su condición de potencia económica y comercial hacia una mayor influencia política y una mayor implicación en los asuntos globales. Además, nos ha hecho saber que gestionará ese proceso atendiendo a visiones y posiciones propias, lo cual interpretamos habitualmente como un “endurecimiento antioccidental” de la posición internacional de Pekín. Segundo, que el orden internacional de posguerra necesita ser repensado en virtud de los importantes cambios gestados en los últimos cuarenta años. Esto no quiere decir que haya que tirarlo todo por la borda; de hecho, la propia China insiste en preservar a toda costa los propósitos y principios de la Carta de Naciones Unidas aunque, a renglón seguido, aboga por la reforma del sistema de gobernanza global. ¿Se trata de una convicción firme o solo de ganar tiempo para en cuanto pueda ir más allá de lo que se dice? En verdad, es difícil establecer previsiones a futuro si partimos de que la gran ruptura histórica gestada en el país en las últimas décadas no deviene de la reforma que desmanteló el maoísmo sino de la apertura al mundo exterior, un proceso irreversible y que se fundamenta en la convicción profunda de las elites chinas de que la causa esencial de su decadencia histórica no fue otra que el aislamiento.
El núcleo radical e inspirador de la diplomacia china en la fase actual es la idea de la “revitalización”. Esta tiene, lógicamente, una dimensión interna que apunta a la culminación de la modernización, con el reto tecnológico como principal exponente. Y también una dimensión exterior, que apunta a la vertebración de un sinocentrismo interdependiente como signo de identidad. Ambos ejes están íntimamente ligados. La modernización, por más que se recurra ahora a la “doble circulación” como subterfugio interno para compensar la inestabilidad e incertidumbre internacionales, es inseparable del engarce de la economía china con la global, una dinámica irrenunciable hasta el punto de asumir el liderazgo en la defensa de la globalización. Por otra parte, la culminación con éxito de ese proceso debe proveer a China de las capacidades indispensables para ejercer en mayor medida la “diplomacia de gran país con peculiaridades propias” que reclama el liderazgo xiísta.
Por tanto, la posibilidad de que el país pueda desempeñar un papel activo en la sociedad internacional del siglo XXI va a depender de la positiva resolución de sus retos internos. Y no son pocos, tantos que es muy aventurado asegurar que todo irá a pedir de boca. Y también de la holgura ...
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