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Una casa de té reflejada en Shanghái, China. FRED DUFOUR/AFP/Getty Images

La lucha de propagandas por la interpretación del pasado de China ha intentado atrapar a la escritora Eileen Chang en sus redes. Su literatura va mucho más allá.

¿Qué tiene Shanghái que no tenga China? Durante generaciones, Occidente vio esta enorme ciudad como equivalente al país asiático. En películas o libros, todo ayudaba a crear una imagen exótica, peligrosa y atractiva de esta urbe. Parecía como si el resto de China no existiese. Condicionaba sobre cómo pensábamos este país, previa llegada de los comunistas al poder. La política se extendía a la cultura y Shanghái, una anomalía, nos parecía la norma.

La actual China superpotencia está creando una nueva imagen que va sustituyendo a ese mito. Si uno piensa en el país, le vendrán antes a la cabeza las grandes fábricas o las cámaras de reconocimiento facial, que los lujosos cabarets o callejones de novela negra del Shanghái de los años 30. Pero eso no implica que lo anterior desaparezca: la manera como se recuerda China, su memoria y su historia, también inciden en la realidad de hoy.

La historia de Elieen Chang, la mejor escritora china de la primera mitad del siglo XX, es el gran ejemplo de cómo el mito de Shanghái todavía importa. Es una historia de modernidad y colonialismo. Fiereza amorosa y delicadeza estética. Anticomunismo y feminismo. Glamour y soledad.

La trayectoria vital de Chang fue, como la de la mayoría de chinos del siglo XX, una existencia arrastrada por la guerra y por los grandes vaivenes políticos. Nació y creció en una China donde no existían fronteras claras entre qué era la tradición y qué era la modernidad. Eso se vio reflejado en las figura de sus progenitores, ambos de clase alta. Por un lado, un padre descendiente de una importante familia de Shanghái y deshecho del antiguo régimen. Adicto al opio y a las prostitutas, con ráfagas de violencia contra la Eileen adolescente. Por otro, una madre que encarnaba el cosmopolitismo frívolo y occidentalizado. Viajera por Europa, con decenas de affaires y fuente de inseguridad constante para su hija.

Chang se educó de manera bilingüe ⸺inglés y chino⸺ en una escuela cristiana de Shanghái. Eran los años 20 y 30. Mientras ella empezaba a leer los clásicos de la literatura china, se sucedían importantes eventos históricos: la división de China en manos de señores de la guerra, la mayor influencia de potencias extranjeras o la lucha entre los incipientes partidos nacionalista y comunista. Chang y su familia se mantuvieron un poco al margen de todo aquello, en la burbuja cosmopolita bajo dominio semicolonial que suponía Shanghái.

En 1939, Chang ganó una beca para estudiar en Londres, pero el inicio de la guerra sinojaponesa truncó esa oportunidad. En vez de eso, se marchó a estudiar Literatura inglesa a la Universidad de Hong Kong. Cuando ya llevaba un año allí, los japoneses invadieron la colonia británica y Chang tuvo que volver a su Shanghái natal.

Allí floreció todo su talento y su fama. Con apenas 23 años fue introducida en el mundo editorial de Shanghái, ocupada por los japoneses. Sus novelas cortas se convirtieron en súper ventas. Se ganó el respeto de la comunidad literaria de la ciudad. Fue la escritora revelación de esos años en los que estaban cayendo bombas por toda China.

En ese mismo lapso de tiempo, Chang se casó con el escritor chino Hu Lancheng, un colaboracionista de los invasores japoneses. Esta polémica relación sentimental y los temas de sus novelas, alejados del canon del momento que ponía el acento en la lucha patriótica, hizo que ciertos sectores literarios y políticos afines al Partido Comunista la miraran con recelo. Cuando acabó la Segunda Guerra Mundial, Chang siguió con su producción literaria en la deprimente Shanghái de posguerra. También se dedicó a la escritura de guiones para el todavía floreciente cine de esa metrópolis.

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Panorámica de Shanghái, en 1925. Topical Press Agency/Hulton Archive/Getty Images

Con la llegada de Mao al poder el 1949, el Shanghái en el que creció Chang se desvaneció. Su historial político podía ponerle en conflicto con los comunistas, por lo que la autora emigró a Hong Kong, con pocas esperanzas de poder volver a la China continental. Allí sucedió un episodio poco conocido de la escritora: como explica este artículo del London Review of Books, Chang trabajó en la colonia británica para el Servicio de Información de Estados Unidos (USIS), que le encargó dos novelas anticomunistas sobre la China rural ⸺ambiente que la urbanita Chang desconocía⸺. La autora quedó decepcionada por su resultado literario.

Pocos años después, Chang emigró a EE UU como refugiada. Ya en territorio americano, sus propuestas a las editoriales fueron rechazadas, en este caso, por ser poco anticomunistas: la China prerrevolucionaria que dibujaba era decadente y corrompida, lo que podía hacer parecer buenos a los maoístas. Las décadas posteriores acentuaron la soledad y aislamiento de Chang en Estados Unidos. Murió en Los Ángeles en 1995.

¿Por qué se vuelve a hablar de Eileen Chang ahora, si ese fue su final?

A pesar de que las obras de Chang fueron perdiendo influencia en los años 50 y 60, en los 70 hubo un boom de su literatura en Hong Kong y Taiwán, en ese momento las zonas más modernas de China ⸺en contraposición al territorio en manos del Partido Comunista⸺. Años después, con la reforma y apertura, la figura de Chang también atraería a los lectores de la China continental. El atractivo y la calidad de sus novelas habían resistido el paso del tiempo. Pero su revival también ha llevado consigo implicaciones políticas.

Un ejemplo es el reciente artículo que Perry Link y Louisa Chang publicaron en The New York Review of Books. En él, ambos autores insertaban a Chang en la llamada “fiebre republicana” que hace unos años, decían, se extendió por importantes capas de la clase media china. Esta corriente realizaba un revisionismo histórico sobre el período que iba de la caída de la última dinastía en 1911 hasta la toma de poder comunista en 1949. La etapa republicana era presentada con mejor luz ⸺en comparación con lo que ha promovido la historiografía comunista⸺ mediante la recuperación de figuras clave y la reinterpretación de hechos históricos.

La intención de investigar más a fondo etapas importantes de la historia china para desmontar algunos mitos ⸺como el importante papel que tuvieron los nacionalistas chinos en la lucha contra los japoneses, menoscabado por la academia comunista⸺ es positivo para tener una imagen más amplia y con más contraste de voces sobre el pasado chino. El problema es sustituir la mitificación de los comunistas por la de una “Shanghái cosmopolita” idealizada, como se intuye en el ya citado artículo.

En él, los autores ponen como polos opuestos la etapa republicana “basada en raíces chinas y abierta a Occidente” de antes del maoísmo en contraposición a la China actual de Xi Jinping, que dicen que representa los valores contrarios. Aseguran que la etapa republicana fue la última “China auténtica” que existió ⸺en oposición al comunismo chino de influencia soviética⸺. La verdadera “sinidad” de China se desvaneció, afirman, pero ha quedado viva en las novelas de Eileen Chang. En línea con la “fiebre republicana”, aseguran que el país tenía más libertades, mejores perspectivas económicas y más soberanía en esa etapa.

El problema de esta interpretación es que somete la complejidad de Chang a la simplificación de un discurso político que idealiza el pasado para contrastarlo con el régimen comunista ⸺pasado y actual⸺. Las heridas de esa etapa se ocultan. La supuesta China “auténtica” de la que hablan era sólo una pequeñísima parte urbana de un inmenso país campesino. El “cosmopolitismo” era el sistema bajo el cual mandaba la dominación colonial extranjera que, recordemos, regía el Shanghái republicano. Las ciudades chinas no eran sólo glamour y vestidos exquisitos: si uno lee, por ejemplo, La verdadera historia del camello Xiangzi de Lao She, podrá ver la enorme miseria que existía en una gran urbe china como Pekín, en esa supuestamente “mejor” época republicana. Respecto a la influencia extranjera, ¿era “menos chino” un Partido Comunista influido por Rusia que una Shanghái moldeada por el colonialismo occidental?

Realmente, si uno lee las novelas de Chang este intento de sumisión al mensaje político desparece por sí solo. Allí no vemos ni el espantajo colaboracionista que ciertos críticos comunistas señalaban, ni la acrítica elegía republicana que otros pretenden difundir.

Novelas como Un amor que destruye ciudades no esconden la guerra ni la miseria, sino que estas actúan como telón de fondo ante lo que realmente interesa a la autora: la intimidad y las historias individuales. Liusu, la protagonista de este libro, nos sirve para comprender, por ejemplo, las tensiones que suponía ser una mujer de una familia tradicional en sociedades modernizadas y occidentalizadas como Shanghái y Hong Kong. Chang insertó el ámbito de la mujer en medio del conflicto entre tradición y modernidad que estaba viviéndose en la literatura (y sociedad) china del siglo XX ⸺un debate intelectual más allá de la izquierda o a la derecha⸺.

Mitificar el mundo que describe Chang es fácil al escribir un artículo, pero es difícil al leer sus novelas: allí, el más excelso glamour puede ir acompañado de la más cínica miseria. Los juicios y apropiaciones desde la propaganda política se hacen difíciles una vez iniciada la lectura. Las contradicciones literarias y vitales de Chang acaban formando un mundo, no una trinchera.

Seguramente, por eso, sus novelas han llegado hasta nuestros días.