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Partidarios de Benjamín Netanyahu muestran su apoyo cerca de las Cortes antes de que el exprimer ministro entrara a declarar. (Amir Levy/Getty Images)

Netanyahu seguirá ejerciendo como líder de la oposición para intentar volver al poder y defenderse de los tres casos de corrupción que penden contra él desde una posición de fuerza.   

Coreado popularmente como Bibi, Melej Israel (Bibi, el Rey de Israel), tras doce años de gestión ininterrumpidos, Benjamín Netanyahu se ha visto obligado a ceder la jefatura del Gobierno al que antaño fuera su director de gabinete, el ultranacionalista Naftali Bennett. Éste lidera ahora la llamada “coalición del cambio”, una amalgama de ocho formaciones políticas totalmente heterogéneas que fue urdida por el liberal Yair Lapid, nuevo ministro de Asuntos Exteriores que según el acuerdo de legislatura debería rotar con Bennett dentro de dos años. A ambos se les han unido otros dos antiguos colaboradores de Netanyahu que en algún momento de sus carreras políticas se sintieron damnificados por éste, Gideon Sa´ar y Avigdor Lieberman.

Consciente de la enorme fragilidad del nuevo Ejecutivo –formado por 27 ministerios para así poder repartir carteras entre sus ocho partidos miembros– Netanyahu ha optado por una retirada táctica. Después de intentar infructuosamente que algún diputado del partido de Bennett llevara a cabo un acto de transfuguismo en el último momento –en una especie de “Tamayazo” a la israelí– el exprimer ministro ha decidido liderar la oposición dentro de la Knesset. No en vano el Likud fue el partido más votado en las últimas elecciones del pasado mes de marzo –las cuartas en apenas dos años– y por ello constituye el grupo parlamentario más amplio con 30 diputados, por lo que sumados a los ultraortodoxos de Shas y Judaísmo Unido de la Torá sólo necesitaría que un partido cambiara de bando para forzar un cambio de gobierno.

No obstante, ese deseo de Bibi por volver al Ejecutivo no reside en un desmedido afán de poder en términos nietzscheanos –como podría ser quizás el caso de Vladímir Putin– sino en una necesidad imperiosa de poner en práctica las lecciones de El Príncipe de Nicolás Maquiavelo. En este caso no tanto para alcanzar el poder y conservarlo –algo que ya hizo entre 1996 y 1999, así como entre 2009 y 2021, para un total de 15 años de gestión, lo que le permitió superar a David Ben Gurión como primer ministro más longevo de la democracia israelí– como para poder recuperarlo. Sobre su cabeza penden cual espada de Damocles tres casos de presunta corrupción y prefiere, obviamente, afrontarlos desde una posición de fuerza.

Independientemente de si al final resultara condenado o declarado inocente, tanto el establishment como la sociedad israelíes se encuentran polarizados en su totalidad por esta cuestión. Unos piensan que Bibi es un dirigente maquiavélico y sin escrúpulos dispuesto a hacer lo que sea para salir exonerado y seguir gobernando –desde instrumentalizar para beneficio propio la gestión de la reciente crisis de la Franja de Gaza (acaecida el pasado mes de mayo) ...