panafricanismo500
Silueta de un baobab. Gettyimages

¿Podrá la crisis del coronavirus ser una oportunidad para repensar África a través de la corriente panafricanista?

La pandemia de coronavirus ha golpeado al brazo que sostenía a las economías africanas. Según el Banco Mundial, África tendrá que soportar su primera recesión económica de los últimos 25 años. El descenso de la demanda de materias primas en todo el planeta hundirá la economía del continente, que depende en gran medida de la exportación de recursos naturales de todo tipo, desde minerales a café o algodón. Las predicciones son dramáticas. Solamente Nigeria, el principal productor de petróleo de África, puede perder de 14.000 a 19.000 millones de dólares a lo largo del año por la disminución de la demanda del crudo.

Las economías africanas están subordinadas a las economías de otros países más ricos: exportan materias primas sin procesar e importan productos manufacturados. Es el resultado de una serie de decisiones políticas a las que esta crisis podría ponerles fecha de caducidad. Si las recesiones económicas de Occidente y Asia empeoran, las naciones africanas deberán buscar otros socios: cooperar entre ellas y transformarse en un continente que se abastezca a sí mismo de alimentos y otros productos. Por eso, quizás sea el momento de rescatar una corriente que, para muchos, no es más que una palabra antigua, enterrada a muchos metros de profundidad entre el polvo de la historia de África, deslegitimada por algunos políticos que la usaron en sus discursos y después abusaron de su poder como hicieron los líderes del período colonial: el panafricanismo.

La generación que soñó con la unidad de África

En los 60, después de aceptar la independencia política de casi todos los países de África, los colonos europeos negociaron con la burguesía africana o lucharon para mantener su dominio en el terreno económico. Según Kwame Nkrumah, que en ese momento era el primer ministro de Ghana, la emancipación de esas naciones era una manzana envenenada. Los países recién creados eran tan débiles o inestables que perdurarían como marionetas del imperialismo. Nkrumah pensaba que la unión de todos ellos era la única manera de desprenderse de un Estado que no era más que una cinta transportadora de materias primas que terminaba en Occidente, y poner esos recursos al servicio del pueblo. "Ni las acciones aisladas ni los actos piadosos resolverán nuestros problemas. La única solución es la unidad de África. Debemos unirnos, o nos hundiremos", decía Nkrumah. Esa corriente de pensamiento político se llamaba “panafricanismo”.

El panafricanismo nació a principios del siglo XX, antes de la independencia de los países africanos. Esta corriente política dio sus primeros pasos en la diáspora, de la mano de afrodescendientes de Norteamérica y el Caribe. Se reunían en conferencias internacionales como la de Manchester de 1945. Nkrumah, que había participado en ella después de abandonar su puesto de profesor de filosofía, negritud e historia de Grecia en la Universidad Lincoln (Estados Unidos) para escribir su tesis doctoral y acudir a las tertulias de los partidos comunistas, seguramente recordó aquellas reuniones el 25 de mayo de 1963, mientras, en la sede de la Unión Africana, recién inaugurada, pedía la unidad de todos los pueblos del continente: “Ganar la batalla por la independencia es el primer paso”, decía Nkrumah. “Las independencias solamente son el preludio de una pelea aún más difícil. Ahora debemos seguir luchando por el derecho a gestionar nuestra propia economía, y construir una sociedad de acuerdo con nuestras aspiraciones, sin obstáculos, controles humillantes ni interferencias neocolonialistas”.

africabus
Una mujer en un autobus en Addis Ababa, Etiopía, junto a un cartel de un concierto de corriente panafricanista. (LEA LISA WESTERHOFF/AFP via Getty Images)

El periodista Ryszard Kapuściński escribió que los ojos de Nkrumah eran sabios y tristes, y que incluso cuando reía su mirada permanecía apenada. Tenía una manera de hablar contundente, clara, rítmica. En Ghana, las multitudes lo escuchaban de pie durante horas. Normalmente gesticulaba con discreción, pero durante este discurso los fotógrafos lo retrataron con ambos brazos levantados.

Entre las personas que escuchaban a Nkrumah en la sede de la Unión Africana se encontraba un puñado de hombres —en las fotografías publicadas no aparecen mujeres— con la audacia de imaginar un futuro diferente. África ambicionaba su libertad, y aquellos políticos eran los símbolos de esa lucha. “La unidad no nos hará automáticamente ricos”, dijo el primer presidente de Tanzania, Julius Nyerere, otro defensor del panafricanismo. “Pero puede dificultar que África y los pueblos africanos sean ignorados y humillados”.

El período colonial no se debió únicamente a la superioridad de las armas de los invasores. Los europeos imperialistas penetraron en el continente porque los pueblos de África no se unieron para protegerse unos a otros. Eso era lo que los panafricanistas escribían en sus manifiestos clandestinos, sorteando la censura de las administraciones coloniales en los países que aún no se habían independizado. Estaban a tiempo de remediar ese error. Era un momento de entusiasmo. Mientras las calles de Léopoldoville (República Democrática del Congo) bailaban Indépendance Cha Cha, los estudiantes de Dar es Salam (Tanzania) se reunían con los intelectuales más insurrectos. Pero la pasión de esos años enseguida se transformó en decepción. Aquella fue una revolución con una herencia triste. La historia del panafricanismo también es la historia de una generación que buscaba lo nuevo y se encontró con lo más viejo. Se cumplieron las predicciones de Nkrumah. Los mandatarios africanos se transformaron en meros intermediarios de los intereses de Occidente, y colaboraron con los poderes imperialistas y sus socios comerciales para poner de rodillas, derrocar o asesinar a los políticos que quisieran reducir el dominio económico de los extranjeros sobre el continente. La administración de Nkrumah terminó en 1966 con un golpe de Estado militar asistido por Occidente; sus ideas se convirtieron en huérfanas de las que pocos gobiernos quisieron hacerse cargo. El panafricanismo no definió el continente, sino el neoliberalismo.

África es el continente más dependiente

África camina hacia una crisis alimentaria. Lo dice la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO): las medidas para detener la pandemia de coronavirus —el cierre de las fronteras, la paralización del comercio y los confinamientos— pondrán en una situación límite a millones de personas.

africacampo
Nardus Un agricultor en Sudáfrica. (Engelbrecht/Gallo Images via Getty Images)

Trasladémonos a Uganda, uno de los países más fértiles de África. Tiene 43 millones de habitantes. Según la agencia de cooperación estadounidense, el suelo de esta nación podrían alimentar a 200 millones de personas. Sin embargo, más de un tercio de los niños presentan retrasos en el crecimiento por sus dietas pobres. Mientras que en las zonas rurales de Uganda el 52% de los hogares depende de la agricultura de subsistencia, los supermercados de las ciudades están repletos de productos importados. Generalmente, esos campesinos carecen de máquinas, semillas modificadas, sistemas de irrigación o abonos modernos. Por eso, su productividad es limitada. De acuerdo con la Unión Africana, el crecimiento de la producción agrícola se debe sobre todo al aumento del número de terrenos cultivados y mano de obra, en vez de a una crecida de la productividad.

En el 2017, los africanos gastaron 64.500 millones de dólares en importar alimentos. África, con cerca del 24% de todas las tierras cultivables del mundo, usa sus campos para suministrar a otros continentes café, algodón, cacao o aceite de palma, entre otros bienes, en vez de producir la comida que necesita. Dicho de otra manera: África importa los alimentos que podría producir.

En vez de seguir la ruta del panafricanismo, que abogaba por la autosuficiencia del continente, los dirigentes africanos optaron por los programas neoliberales del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, que reforzaron la posición de África como una mera proveedora de recursos naturales y receptora de productos manufacturados en otros lugares. En palabras del doctor Yao Graham, un académico ghanés, “la dependencia” de África de “las exportaciones de materias primas” es más “profunda” en la actualidad que en las décadas posteriores al período colonial a causa de los esquemas neoliberales.

La teoría de esos programas parecía sencilla. Llegaron cuando los gobiernos de África se mostraron incapaces de reembolsar sus deudas. Para que las naciones africanas acumulasen más ingresos, necesitaban atraer con urgencia a más empresarios; sus compañías explotarían las materias primas que otros países no podían producir, o lo hacían con un coste más alto. El Estado debía limitarse en proteger un escenario atractivo para las empresas, es decir, uno con el que los patrones consiguiesen muchos beneficios. Entre otras medidas, se eliminaron los impuestos a las exportaciones de productos como el cacao, los cacahuetes o el café. La tutela estatal del resto de la economía y los servicios sociales eran gastos innecesarios porque, según los economistas neoliberales, el dinero de las exportaciones beneficiaría poco a poco a toda la población. Tampoco tenía sentido estimular la producción de alimentos en África; las cosechas de los agricultores occidentales eran más abundantes y rentables por los subsidios que aún recibían de sus gobiernos. En casi todos los países africanos, se redujeron los gastos públicos en alimentos básicos o equipos agrícolas, entre otros recortes. Al poco tiempo, los mercados locales se llenaron de productos importados, los campesinos abandonaros sus campos y numerosas fábricas tuvieron que cerrar.

Los mandatarios de África dieron prioridad a la estabilidad macroeconómica, en detrimento del bienestar del pueblo. Mientras que los gobiernos daban la espalda a los campesinos locales, abrieron sus puertas al cultivo industrial de productos para exportar un hábito que se mantiene hasta la fecha. En una década, desde el 2003 hasta el 2013, las multinacionales adquirieron 20 millones de hectáreas, una superficie superior a la suma de las áreas cultivables de Sudáfrica y Zimbabue. A partir de los 80, hubo una caída de la producción de alimentos. Como no todos los ciudadanos tenían ahorros para comprar las comidas importadas, el consumo de calorías per cápita también descendió. El neoliberalismo fortificó la malnutrición en el continente más hambriento, donde, ahora, 256 millones de personas no pueden comer lo que necesitan.

Con unos regímenes tributarios demasiado generosos con las compañías y un número pequeño de industrias y empresas formales a las que exigirles impuestos, los Estados africanos no aumentaron su capacidad para reembolsar las deudas, que siguen creciendo, sino que llenaron de materias primas a las naciones prestamistas.

“África era autosuficiente en la década de los 60. Pero se ha transformado en un importador neto de alimentos que compiten con los suyos: carnes, productos lácteos, cereales, aceites, etcétera. El precio de esas importaciones es 1,7 veces superior al valor de las exportaciones”, dice la Unión Africana.

La interrupción inesperada de estas cadenas de comercio para impedir la propagación del coronavirus pondría en una situación aún más delicada a las naciones de África. Por un lado, los depósitos de comidas importadas podrían agotarse. Por otro lado, las economías africanas, moribundas por la reducción de la demanda de materias primas, no podrían pagar esos alimentos.

Es irónico: el presidente de Uganda, Yoweri Kaguta Museveni, que después de tomar el timón del gobierno en 1986 abandonó su ideología panafricanista y su retórica marxista para estrechar sus manos con el capitalismo neoliberal, es uno de los líderes que mejor ha descrito las daños de esa decisión en su libro What Is Africa’s Problem?: “Una sociedad que no puede alimentarse o vestirse a sí misma, ni fabrica las armas, las medicinas o los materiales de construcción que necesita, en resumen, una sociedad que sobrevive a la merced de otras, está en crisis. […] Deben existir interacciones entre las sociedades del mundo moderno, pero es un error que algunas se dediquen a manufacturar productos mientras otras son meras espectadoras o receptoras de donaciones. Esto es lo que ocurre ahora mismo en África. […] No podemos producir los productos de alto valor añadido que necesitamos debido a la orientación general de la economía. […] El orden económico actual se caracteriza por una división internacional del trabajo injusta que nos pide que produzcamos café, un producto barato, mientras otros crean ordenadores, un producto caro. […] Nos han condenado a depender para siempre de un mercado mundial del que tenemos poca o ninguna influencia, haciéndonos vulnerables”.

ruandafabrica
Trabajadoras de una frabrica china de ropa en Kigali, Ruanda. Gettyimages.

Lo que ocurrió en Ruanda en 2018 es una demostración de que los poderes occidentales aún no están dispuestos a permitir un cambio de modelo. Cuando la Administración ruandesa anunció sus planes de prohibir la importación de ropas de segunda mano, las fuerzas reaccionarias mundiales contestaron de inmediato. Con esta medida, el Gobierno de Paul Kagame quería reducir uno de los principales obstáculos para las industrias textiles del país: esas fábricas no podían competir con los precios de esas prendas procedentes de Europa o Estados Unidos. Las ropas que las familias occidentales donan bienintencionadamente a menudo terminan en los mercados de África e impiden la creación de miles o millones de puestos de trabajo. Sin embargo, para el gobierno de los Estados Unidos, esta decisión era una infracción de los acuerdos bilaterales de comercio que habían firmado. Las discusiones diplomáticas aún no han terminado.

Según las politólogas Andrea Filipi y Katrin Wittig, mientras los medios de comunicación de todo el mundo repiten titulares catastrofistas sobre la posible propagación del coronavirus en África, a menudo omiten que las debilidades del continente y la ausencia de servicios sociales son en buena medida resultados de políticas respaldadas por Occidente. Como algunos mandatarios africanos, las editoriales de los periódicos occidentales piden más ayudas para África en medio de esta crisis; no se preguntan si esas redes de caridad han elevado la dependencia del continente sin erigir sistemas sanitarios robustos. ¿Estos mecanismos han contribuido a solucionar los problemas de África o han favorecido su perpetuación? ¿Es el momento de poner en marcha modelos diferentes?

El panafricanismo contemporáneo

El presidente Kagame, que en ese momento también era el líder de la Unión Africana, anunció el 20 de marzo del 2018 su ambición de impulsar el mercado común más grande del planeta: propuso unir a todos los países africanos sin barreras comerciales. “Estamos preparados para comenzar un capítulo nuevo en la historia de la unidad africana”, dijo el mandatario de Ruanda delante de todos los líderes de África. Después de años de negociaciones, Eritrea es la única nación que aún no ha firmado el tratado. El continente estaba listo para poner en marcha su mercado común en julio. Pero la crisis de la COVID19 detuvo este proceso histórico: a finales de abril, el sudafricano Wamkele Mene, secretario general del acuerdo, pospuso su inauguración indefinidamente. “Tenemos que dar espacio a los gobiernos para atajar la crisis sanitaria”, dijo Mene a EFE. “Cuando derrotemos el virus podremos concentrarnos otra vez en los objetivos comerciales”.

Según sus promotores, el mercado común creará de 20 a 30 millones de puestos de trabajo cada año, aumentará el comercio entre los países africanos para protegerlos de los cambios de los precios de los productos básicos en los mercados internacionales o los tipos de cambio y generará 3.600 millones de dólares en beneficios sociales. Pero la economista keniana Crystal Simeoni pronostica resultados más oscuros. “Desde luego, las multinacionales obtendrán muchos beneficios, pero este acuerdo perjudicará a la mayoría de la población”. “Sin políticas de protección laboral o banderas rojas para proteger a ciertos sectores, los pequeños empresarios, los trabajadores del sector informal o los campesinos sufrirán mucho. No podrán competir con las grandes empresas”.

africaunion
El presidente de Sudáfrica Cyril Ramaphosa, junto al ministro de Relaciones Exteriores y Cooperación de Ruanda, Richard Sezibera, durante el lanzamiento de la "fase operacional" del acuerdo comercial durante una reunión de la Unión Africana. (ISSOUF SANOGO/AFP via Getty Images)

Las economías africanas están creciendo. O mejor dicho: estaban creciendo antes del impacto de la COVID19. Gracias sobre todo al incremento de los precios de las materias primas, la mitad de la población del continente residía en un país cuya economía aumentaba por encima del 5%. A principio del 2020, seis de las 10 economías de más alto crecimiento del mundo eran africanas: Ruanda, Etiopía, Costa de Marfil, Ghana, Tanzania y Benín. Eso cambió el perfil de muchas ciudades. El poder adquisitivo de algunos africanos atrajo a inversores, multinacionales, edificios de oficinas, centros comerciales, cadenas de comida rápida, restaurantes caros y discotecas. Pero sin Estados preocupados en mediar los conflictos sociales y económicos, la desigualdad aumentó. En 2010, las urbes de África desbancaron a las de Sudamérica como las más desiguales del planeta, según el Programa de las Naciones Unidas para los Asentamientos Urbanos (ONU-Hábitat). El centro de conferencias donde el presidente Kagame propuso un mercado común africano —un edificio semiesférico, con un hotel de cinco estrellas en su interior y 18 salas con capacidad para 5.000 personas— era, además de un emblema de la transformación de Ruanda después del genocidio contra los tutsis de 1994, otro símbolo del modelo económico del continente. Del mismo modo, las ideas panafricanistas que se presentaron en ese recinto tenían más cosas en común con las tendencias neoliberales que han marcado el rumbo de África durante los últimos años que con el escenario con el que soñó Nkrumah.

“La agenda panafricana está secuestrada por el liberalismo —dice Simeoni desde Nairobi (Kenia)—. Aunque sus promotores usan palabras como “panafricanismo” o “solidaridad”, este mercado común es totalmente contrario a los sueños y aspiraciones de Kwame Nkrumah, Amílcar Cabral o tantos otros”.

Desde Dakar (Senegal), el doctor Sylla Ndongo Samba, economista, añade: “El panafricanismo original proponía obtener la unidad política antes que la integración económica. El programa de la Unión Africana es diferente. Sus economistas dicen que, en última instancia, la unión de los mercados puede conducirnos a la unidad política. Es un discurso totalmente liberal. La doctrina neoliberal no está interesada en la unidad política porque una federación política fuerte puede oponerse a los programas de algunos inversores. ¿Quién ganará con este mercado común africano? Por supuesto, aquellos individuos, africanos o de otros continentes, con más capital. Los países de África se perpetuarán como colonias con dueños invisibles, dominadas por el capital global”.

“La creación un mercado común es un paso imprescindible para conseguir la unidad de África —dice el doctor Yao Graham—. Pero, para que el pueblo se beneficie, primero debemos construir mecanismos que impidan la dominación de las empresas más fuertes, o que compensen a los “perdedores”. El problema es que este tipo de estructuras no están en absoluto en las conversaciones actuales”.

¿En qué momento el panafricanismo dejó de usarse como una herramienta para poner los recursos de África al servicio del bienestar de sus pueblos? “Es un proceso que comenzó, quizás, en la década de los 60, cuando muchos países africanos se independizaron —responde el doctor Hakim Adi, profesor de historia de África en la Universidad de Chichester (Reino Unido)—. Durante esos años hubo muchas victorias, pero no podemos decir que los africanos se liberaron de la opresión imperialista. África conservó tres estructuras que preservaron el legado del colonialismo: las fronteras coloniales, el monopolio del capital por parte de los extranjeros, y las instituciones alineadas. Con estas estructuras, no importa qué tipos de gobernantes o personas tenga un país, las economías nunca tendrán como prioridad el bienestar del pueblo”.

La doctora Rita Abrahamsen, profesora de relaciones internacionales en la Universidad de Ottawa, argumenta que el panafricanismo no es una ideología “monolítica ni estática”: “El panafricanismo contiene recursos intelectuales y políticos para la defensa, revitalización e invención de un mundo multilateral más justo e igualitario, pero esto no debe darse por sentado”, escribió.

Simeoni lamenta que, en África, la posición privilegiada del discurso neoliberal ha impedido en gran medida considerar otros modelos: “Nuestros colegios no enseñan la historia de África ni las corrientes políticas africanas. Después de estudiar en escuelas británicas privadas, descubrí la historia de Kenia por mí misma, porque quería aprender más. A no ser que cambiemos esto y reconozcamos la necesidad de compartir la historia y la política de África con nuestros hijos, nunca podremos distanciarnos de las ideologías dominantes. En las instituciones económicas africanas o en los gobiernos, muchos funcionarios son antiguos trabajadores del Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial. Aunque son economistas africanos, su manera de pensar es completamente liberal. Han sido educados durante años en el liberalismo. Esto tiene un impacto enorme en la forma en la que administran el continente”.

Pero la crisis de la COVID19 podría cambiar ese escenario: “La crisis nos está empujando a buscar nuestras propias alternativas” —continúa Simeoni—. “Estamos haciendo cosas que nos dijeron que no podíamos hacer o que creíamos que no podíamos hacer por nosotros mismos. Ahora que las cadenas de suministros globales se han interrumpido, Kenia está produciendo mascarillas y equipos de protección individual para médicos, por ejemplo. Como el resto del mundo está demasiado ocupado en solucionar sus propios problemas, los africanos tenemos una oportunidad para explorar nuestras posibilidades. Esto puede crear una nueva mentalidad: narrativas que cuestionen tanto los modelos económicos actuales, como lo que podemos o no podemos hacer nosotros mismos”.

La necesidad de un cambio radical

La crisis del coronavirus es un recordatorio de que todo puede deshacerse de un porrazo. La pandemia muestra a los pueblos las limitaciones del capitalismo global, su incapacidad de proteger a los enfermos, sus debilidades, sus fracasos. “¿Cómo será el mundo cuando vuelva a ser redondo, cuando podamos tocarlo, cuando dejemos de pensar todo el tiempo en lavarnos las manos?”, pregunta el periodista Martín Caparrós. Las doctrinas económicas que dominan del mundo se tambalean. Pero no cambiarán por sí mimas, escribe Caparrós, si millones y millones de personas no lo exigen. En África, 99 intelectuales han dado el primer paso. Para ellos, esta crisis debe identificarse como una oportunidad para un “cambio radical” que invita a identificar la crisis como una oportunidad para repensar el continente.